El "Grand Tour" y el nacimiento del souvenir artístico

Durante el siglo XVIII, se popularizó entre la nobleza europea, especialmente la inglesa, la costumbre de realizar un viaje a Italia conocido como el "Grand Tour". Este viaje, más que un simple paseo turístico, tenía el propósito de ilustrar a los jóvenes en la cultura clásica, considerada esencial en la formación de las élites. Italia, con su vasto patrimonio arqueológico y artístico, se convirtió en una parada obligada, y no solo por su legado cultural, sino también por los recuerdos que los turistas adquirían durante su estancia.

Hacia finales del siglo XVIII, Nápoles surgió como un importante centro de producción de gouaches, pequeñas pinturas que representaban vistas icónicas como la bahía coronada por el Vesubio. A pesar de que muchas de estas obras carecían de un alto valor artístico y presentaban un repertorio iconográfico limitado, se convirtieron en piezas habituales del equipaje de vuelta de los viajeros. Como señala la historia, "el turismo fue el artífice del florecimiento de la industria del souvenir artístico", iniciada en el Renacimiento y consolidada durante el siglo XIX.

El auge de la acuarela y el declive del gouache

Con el crecimiento del turismo, surgió la necesidad de producir obras de arte accesibles, tanto en precio como en facilidad de transporte. La acuarela, por su rapidez de ejecución y su ligereza, fue una de las grandes beneficiadas de esta nueva moda. Sin embargo, hasta bien entrado el segundo tercio del siglo XIX, no logró desplazar completamente al gouache. Esto se debió, en parte, a la influencia de artistas ingleses como Turner, que pasaban largas temporadas en Italia y mantenían el uso del gouache en sus obras.

Hacia 1860, ya podía hablarse de una escuela italiana de acuarelistas, consciente de la relevancia que estaba adquiriendo el género. En 1875, con el fin de "dar un mayor desarrollo en Roma a la pintura a la acuarela promoviendo exposiciones anuales", se fundó la Società degli Acquarellisti. Este grupo fue creado por diez pintores, entre los que destacaba el barcelonés Ramon Tusquets. Al igual que otras agrupaciones de acuarelistas en el mundo, esta sociedad romana fue una imitación de la Royal Society of Painters in Water-Colour de Londres, que ya gozaba de un considerable éxito comercial y de público.

Fortuny y la fiebre de la acuarela

Durante la segunda mitad del siglo XIX, el virtuosismo técnico de los acuarelistas superó el trabajo seriado de los pintores al gouache. Un ejemplo de este cambio fue el enorme éxito comercial de Mariano Fortuny, cuyas acuarelas alcanzaban precios elevadísimos. Su éxito desencadenó una auténtica fiebre entre los artistas, quienes comenzaron a imitar tanto su técnica como su temática.

Sin embargo, este enfoque comercial también generó críticas. En 1877, el crítico Ceccioni señalaba la falta de integridad artística de muchos pintores, denunciando que algunos, con tal de vender, se preocupaban más por agradar visualmente que por la fidelidad técnica o temática. Ceccioni citaba a un artista que, al ser corregido por la mala colocación de una sombra en su cuadro, respondía: "¿Qué importa? Basta con que guste a la vista".

Más adelante, Van Gogh también se expresó con dureza sobre esta tendencia. En una carta a su amigo Rappard, el pintor holandés confesaba que preferiría "un trabajo de botones de hotel" antes que ser un acuarelista como algunos de esos italianos. A pesar de admirar el trabajo de artistas como Fortuny, Morelli y Tapiró, Van Gogh consideraba que la mayoría se parecían "a los pájaros que saben hacer un trino", mientras que "las alondras o los ruiseñores tienen más cosas que decir haciendo menos ruido y poniendo más pasión".

Este periodo nos muestra cómo el arte, aunque influido por las modas y el mercado, también generaba profundas reflexiones sobre la autenticidad y la integridad en la creación artística.